Pablo Herraiz recoge en El Mundo las disfunciones que ha provocado la decisión de no limitar el derecho a voto de las personas con discapacidad de cualquier signo, con cualquier grado, con o sin modificación de la capacidad de obrar previa. Desde el caso de una persona designada vocal sin capacidad física y con dudosa capacidad mental para ello hasta la ambigua nota de la Junta Electoral Central que ordenaba registrar como incidencias los votos de personas que no fueran conscientes de lo que supone votar, sin que se fijaran las consecuencias que ello pudiera tener o, finalmente, la propuesta de voto por representación de algunos familiares que (habría que pensar según la interpretación maximalista que se hace de la Convención de Nueva York) es mucho más que un mero “apoyo”. De la absurda privación del derecho de voto a toda persona a la que se modificaba la capacidad de obrar, sin atender a sus circunstancias particulares, se ha pasado a una negación de la diferencia que resta seriedad y credibilidad al voto de las personas con discapacidad.